Hemos visto leído y publicado historias raras tenebrosas pero nunca algo como esto que a continuación publicamos.
La Pasajera tendrá uno de los peores viajes de su vida esta mañana de 23
de mayo, pero a las nueve de la mañana ella no lo sabe. No sabe que la ruta 24
de Servicios y Transportes se transformará en una pesadilla de tres actos, 30
minutos después, así que en cuanto aborda el camión, a una cuadra de la
Minerva, se conecta a sus auriculares y pone algo alegre, Radio Head.
La Pasajera se crió en Mazatlán pero anda en Guadalajara buscando trabajo. Hace
dos días pidió una cámara prestada para tomar fotografías en una fiesta y,
distraída que es, olvidó el cargador en un salón de banquetes que está en la
López Mateos Sur. Va a recuperarlo y en la avenida no hay ruta más directa que
la 24. Nunca volverá a tomarla, por cierto.
Ahí, en los 11 kilómetros y
medio que hay entre la avenida Vallarta y el Periférico Sur, y que la Pasajera
recorrerá en tres autobuses de la misma ruta, le tocará una balacera de ida,
otra balacera de regreso y una escena snuff más tarde. El espectáculo de la
muerte empezará casi en punto de las nueve y media de la mañana, dentro de tres
minutos.
Es de Mazatlán, Sinaloa, escribí antes. Está
acostumbrada a ver “cosas”, así les dice ella. Cosas del narcotráfico y la
Marina y a la amiga que se enreda con un mafioso y al mafioso enamorado. Pero
por más cosas que vio allá nunca tuvo un día tan de mala suerte como el que
está a punto se suceder aquí, entre Guadalajara y Zapopan.
Para empezar, ya se le pasó la parada donde está
el salón de fiestas que busca —es distraída, escribí antes—. Ya casi llegó al
Periférico. Ahí ella y sus compañeros de viaje de este primera ruta 24 oyen
primero un escándalo y se topan después con el Chevrolet Malibu donde unos
segundos antes viajaban un hombre y una muchacha y ahora una muchacha tiembla
mientras contempla a su compañero inconsciente, que tiene “al menos dos
impactos en cráneo, uno de ellos con salida, y otros cuatro en tórax”, escribió
un reportero de la nota roja. Los impactos son balazos. Los asesinos huyeron en
una moto.
La Pasajera se sorprende sin asustarse. En su
tierra esto es cosa de todos los días, se ufana en ese rato. Lo que sí le pesa
es haberse pasado de la parada. Se baja una cuadra después de donde quedó el
Chevrolet agujerado y emprende el camino de vuelta al salón de banquetes. Sí,
toma un ruta 24. Faltan cinco minutos para la segunda balacera del día.
En los audífonos de la Pasajera suena Radio
Head, ya no se acuerda cuál canción, pero se acuerda de que la canción se acaba
y, entre dos segundos de silencio que se hacen antes de la siguiente, distingue
el sonido hueco de unos balazos. Alcanza a ver que un automóvil, esta vez negro
y herido de gravedad, se estrella contra el camellón de la López Mateos.
La Pasajera y sus compañeros de viaje hacen lo
más seguro cuando hay balas cerca. Se pegan a los cristales del autobús para
tener el chisme de primera mano y alcanzan a ver cómo dos hombres huyen a bordo
de una motocicleta blanca. La Pasajera empieza a inquietarse. “¡No manches,
morra! ¡Dos cosas en un ratito!”. En eso el ruta 24 pasa por el salón de
banquetes donde aguarda el cargador olvidado de la cámara que le prestaron. La
Pasajera se baja, recoge su cargador y decide emprender una caminata hacia el
Norte de la ciudad. Necesita relajarse, piensa muy firme, pero dos cuadras
adelante se arrepiente: allá viene un ruta 24 y hay que aprovechar porque pasa
cada que viene el Papa.
La Pasajera cree que tiene buena suerte porque
el autobús que de cotidiano parece una lata de sardinas hoy tiene asientos
vacíos. Se sienta en una butaca, en el lado del conductor y justo atrás del
último lugar “preferente”, para ancianos, discapacitados y mujeres por parir.
La Pasajera cree que tiene suerte. No se imagina lo que pasará en su camino 25
minutos más tarde. Como no se lo imagina se pone los audífonos; queda Radio
Head para largo.
La modorra que se respira dentro de un 24 es
hipnotizante y así va la Pasejera, medio idiotizada, hasta que nota que sus
compañeros de viaje se ponen inquietos, en el cruce de la López Mateos con
Inglaterra. Han ser como las 11 de la mañana. Una anciana que viaja en el
asiento de adelante le ordena quitarse los audífonos. “¿Qué no estás viendo?
¡El muerto! ¡Lo están arrastrando!”.
La pasajera sigue el dedo de la vieja. Apunta a
las vías del tren que corren a la par de Inglaterra. Ahí, a menos de cinco
metros, un cuerpo moreno, hinchado, atado de manos por atrás es arrastrado por
dos muchachos, uno de gorra negra y otro de gorra blanca.
Los espectadores del ruta 24 chillan, como si
supieran que les espera lo mismo. La anciana del asiento de adelante hace gala
de su cultura policiaca: “Lo van a ahorcar. Lo van a colgar en el puente. ¿Cómo
puede ser posible? ¡En plena luz del día!”. Los señores que viajan parados
junto a la Pasajera comentan que algo debió hacer el torturado para que lo
traten tan feo. La Pasajera tiene un ataque de ansiedad. Se pone los audífonos,
pero no oye a Radio Head ni a nadie más. Se los pone porque cree que con los
auriculares nadie la verá llorar. Se ahoga. Le da taquicardia. Se levanta,
aprieta el timbre, se baja. Las piernas no le funcionan. Toma la ruta 622, qué
le hace que rodee.
La Pasajera pasará una semana buscando en los
diarios noticias rojas. Nadie hablará nunca del segundo auto baleado, el negro,
ni del cuerpo al que un par de muchachos arrastraban por las vías. Pero eso
ella no lo sabe ahora, mientras viaja en la ruta 622, a la que empezará a
tomarle cariño desde hoy. Lo único que sabe es que nunca jamás en su vida
volverá a subirse a un ruta 24 ni aunque se le haga tarde.